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La imagen del intérprete en la prensa española actual: proyección de los medios.


Collantes Alá, Laura. La imagen del intérprete en la prensa española actual: proyección de los medios. Trabajo fin de Grado dirigido por José Antonio Merlo Vega. Salamanca: Universidad de Salamanca, Facultad de Traducción y Documentación, 2017

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La Traducción y la interpretación son dos grandes desconocidas para la mayor parte de nuestra sociedad. Quienes las desempeñan intentan defender su profesión ante la idea que los medios proyectan de ellos a un ávido público. El objetivo de este trabajo es analizar si los periódicos hacen una correcta distinción entre traductores e intérpretes, la frecuencia con la que eligen un término frente al otro y si la manera en la que se habla de ellos desprestigia o valora sus prestaciones. De este modo, podremos determinar qué consecuencias tiene el hecho de que la sociedad tan solo los conozca por la imagen que los medios proyectan de ellos, ya que, salvo en contadas ocasiones, no son los profesionales del gremio quienes explican al mundo su trabajo, relevancia e incluso carencias.

El inerprete de «El Jinete polaco» de Antonio Muñoz Molina

Muñoz Molina, Antonio. «El jinete polaco». Barcelona: Planeta, 1991.

Premio Planeta 1991

El protagonista, que es intérprete simultáneo, va evocando en un relato, que es como un rompecabezas en el que todas las piezas acaban por encajar, la vida en el pueblo andaluz de Mágina, donde nació. Testigo de la gran transformación que sufre el lugar con el paso de los años. Van apareciendo también otros muchos habitantes de Mágina. En el curso de un largo periodo de tiempo, entre el asesinato de Prim en 1870 y la guerra del Golfo, estos personajes forman un apasionante mosaico de vidas a través de las cuales se recrea un pasado que ilumina y explica la personalidad del narrador.

 

FRGMENTOS

 

 “Huyo en secreto, cumplo con una ficticia aplicación mis tareas, converso en dos o tres idiomas igual que si viajara por países o vidas a los que no pertenezco, sin un minuto de retraso en la cabina de traducción que me ha sido asignada, compruebo el micrófono, los auriculares, eludo la tentación de encender un cigarrillo, oigo una voz que habla y procuro repetir en español sus palabras sin que me importe lo que dicen, mientras escucho y hablo con un acento cuidadoso y neutral miro por los cristales de la cabina hacia una sala donde hombres y mujeres vestidos con una uniformidad que siempre se me antoja tan irreal o tan futurista como las expresiones de sus caras y el brillo de los tubos fluorescentes gesticulan y mueven los labios en un silencio de peces o dormitan o se aburren con los cables grises de los auriculares colgándoles alrededor de la barbilla como adornos quirúrgicos. Y mientras escucho palabras que no me importan y busco equivalencias con un automatismo instantáneo oigo detrás de esas voces y de la mía propia otras voces que vuelven y que parecen hablarme al oído como si fueran ellas las que suenan en el interior de los auriculares acolchados, monótonas, escondidas, tan fieles como los latidos de mi sangre, diciéndome que vuelva, anunciándome que no han dejado de existir en el instante en que yo cuelgo con alivio un teléfono, que han seguido sonando en la casa y en la plaza sin álamos y en las calles de donde yo me marché con el propósito enconado de no volver nunca, hace exactamente la mitad de mi vida.”

“Igual que cuando estoy en una cabina de traducción, mi voz es un eco y una sombra de otras que me hablan al oído: pero ésta, tan remota, no se pierde ni se deshace en el vacío y en la confusión de las palabras, perdura entre ellas con un brillo de metal, con el calor de un ascua todavía ardiendo bajo las cenizas.”

“Ahora es mi voz la que escucho, hablando durante horas, hablándole a Nadia, y tengo la sensación de que la oigo yo mismo en una cinta grabada hace mucho tiempo o está sonando sin que yo sepa de dónde bien está sonando sin que yo sepa de dónde viene en los auriculares de una cabina de traducción. Yo soy, a través de Nadia, el testigo de mi propia narración, es ella quien reclama mi voz y quien la revive con la misma asidua ternura con que sus dedos rondan mi piel y quien modela a mi alrededor un espacio y un tiempo donde no hay nadie más que nosotros y en el que fluyen sin embargo todas las voces y todas las imágenes de nuestras dos vidas.”

“Jim Morrison, viaja hacia el fin de la noche, toma la autopista hacia el fin de la noche, o esa que tanto le gusta a Serrano, desde que la oímos por primera vez en la máquina del Martos la está poniendo siempre, y pega el oído al altavoz porque dice que el bajo lo hipnotiza, la última que han traído de Lou Reed, take a walk on the wild side. Serrano y Martín me piden que les traduzca las letras, y cuando hay algo que no entiendo lo que hago es inventarlo, para que no sepan que mi inglés no es tan bueno como ellos imaginan y como yo mismo quisiera que fuese, y en cualquier caso la traducción casi siempre aniquila el misterio, porque lo que nos dicen esas voces no está exactamente en ellas sino en nosotros mismos, en nuestra desesperación y entusiasmo.”

“He vivido fuera de mí mismo, en una fronda de palabras, he salido de mí para perderme en ellas igual que salía de mi casa para no soportar la soledad y buscaba urgentemente a alguien, quien fuera, amigos o mujeres, bares donde las carcajadas y la música me aturdieran la conciencia, donde pudiera oír palabras a mi alrededor que yo perseguía sin motivo igual que persigo las que suenan velozmente en los auriculares cuando estoy encerrado en la cabina de traducción, fragmentos de conversaciones o discursos, cientos de miles, millones de palabras pronunciadas al mismo tiempo en cuatro o cinco idiomas, y ninguna tenía nada que ver conmigo ni con ninguna clase de verdad, dejaba de oírlas y volvía al mismo silencio del que había escapado, me desesperaban pero no era capaz de vivir cuando se extinguían, me daba miedo no escuchar, como un ciego que descubre que lo han dejado solo, ponía un disco, conectaba la radio, me quedaba quieto para escuchar las voces del apartamento contiguo.”

“Me reprochaban que no hubiera asistido a sus bodas, que hubiera perdido el acento de Mágina, me hacían preguntas sobre mi trabajo y sobre las ciudades de Europa donde llevaba años viviendo y yo temía que mis respuestas los hirieran, me imaginaba en la posición contraria, yo encerrado en Mágina y convirtiéndome sin remisión en un padre de familia maduro y cualquiera de ellos volviendo una vez al año desde Berlín o Bruselas, contándome que trabajaba de intérprete en un organismo internacional, pero que tal vez abandonaría muy pronto ese puesto fijo para unirse a una agencia independiente y vivir de un lado a otro, sin horarios fijos, traduciendo durante una o dos semanas y dedicando el resto del mes a no hacer nada, a vivir de una manera semejante a como imaginábamos a los dieciséis años.”

“Las sigo oyendo luego, cuando salgo de la cabina y enciendo un cigarrillo, cuando camino solo por la calle o viajo en Metro y me pongo involuntariamente a traducir las palabras que suenan a mi alrededor, a usarlas como indicios de las que vendrán más tarde, las oigo en el silencio de mi habitación y en el duermevela que me conduce hacia el sueño, y a veces, cuando  he pasado todo el día trabajando, me duermo y sueño que no he salido de la cabina de traducción, y las palabras me empujan, me envuelven, me arrastran en cenagales de caligrafía, de discursos fotocopiados, de libros que se van escribiendo a medida que yo los leo e intento traducirlos, y cuando viajo, si no estoy oyendo música en el walkman, me hablo a mí mismo, elijo un idioma como si eligiera un país y adopto mentalmente un acento preciso, es la ventaja de vivir siempre entre desconocidos, que uno, si quiere, se puede volver tan maleable como un trozo de arcilla, contar su vida al mismo tiempo que la inventa, modificar, tachar, atribuirse una memoria y una forma de hablar que no le pertenecen, borrar meses, años enteros, ciudades, historias de mujeres.”

“En Bruselas llueve y no hay nadie por la calle, en un salón de actos se ha prolongado interminablemente una conferencia sobre aranceles agrícolas o sobre las normas de fabricación de preservativos y los traductores soñolientos miran por el cristal de sus cabinas y buscan equivalencias instantáneas para las palabras absurdas que escuchan en los auriculares pensando en otra cosa, y en las afueras de Chicago, en una calle idéntica a todas las calles que ha cruzado el taxi desde hace una hora, césped, árboles, ladrillo rojo, ventanas iluminadas, nadie, un bengalí que tiene nostalgia de Stuttgart”

“ …. qué hago yo en una cabina de traducción del Parlamento Europeo, en el aeropuerto de Chicago o en el de Frankfurt, qué hago dando vueltas como un indigente en Granada, por la mañana temprano, bebiendo cafés que no me apetecen y fumando cigarrillos que me sientan como un tiro, mirando el reloj, haciendo hora, escuchando con perfecta educación los desvaríos de un taxista que seguramente tampoco ha dormido en toda la noche y le tiene rabia al mundo.”

«…y mientras adelantaba el camión me sentí suspendido entre la vida y la muerte, fuera del tiempo y de la realidad, como soñando que volaba, no volvía de visitar a Félix ni viajaba a Madrid para trabajar a la mañana siguiente como traductor simultáneo, tan sólo era la silueta de un hombre que conduce un automóvil y es alumbrada por los faros de otro que se cruza con él, escuchaba voces y canciones en la radio y la tenue luz verdosa y la aguja del sintonizador moviéndose de una emisora a otra como si yo atravesara todas las voces de la noche me hacían acordarme del severo aparato con cortinillas bordadas que había en casa de mis padres, muy alto, sobre una repisa de ladrillo encalado…»

“Los muertos no hablan, mueven los labios y ningún sonido fluye de su boca, entran en su cabina de traducción y se acomodan en ella como ante los mandos de un batiscafo y miran la sala que hay al otro lado del cristal como mirarían el espectáculo de las profundidades submarinas, las filas de butacas que empiezan poco a poco a ser ocupadas por cabezas idénticas, la mesa que se extiende de un lado a otro del escenario, con figuras semejantes entre sí, sobre todo en la distancia, hombres con corbatas oscuras y trajes grises y mujeres de mediana edad con el pelo cardado, guardaespaldas que se reconocen a la legua por sus gafas de sol y por su forma de mirar por encima del hombro, azafatas jóvenes y vestidas de azul, grandes ramos de flores en las esquinas, fotógrafos y cámaras de televisión al pie del escenario, disparos multiplicados de flashes, y luego un silencio como el que preludia la señal para el comienzo de una prueba atlética, el zumbido tenue en los auriculares, las primeras palabras, lentas todavía, protocolarias, previsibles, fotocopiadas en la carpeta que me entregaron cuando vine, la urgencia ávida de atraparlas en el instante en que suenan y convertirlas en otras unas décimas de segundo después, el miedo a perder una sola, una palabra clave, porque entonces las que vienen tras ella se desbordarán como una catarata y ya no será posible restituirles el orden, palabras de niebla que se extinguen una vez que han sonado como la línea blanca de la carretera en la oscuridad del retrovisor, abstractas, fugaces, repetidas mil veces, resonando en los altavoces de la sala y al mismo tiempo, vertidas a tres o cuatro idiomas distintos, en mis oídos y en los de cada uno de los hombres y mujeres que miran hacia el estrado con caras semejantes de monotonía o de sueño, igualadas en su palidez por esta luz de aeropuerto, tan diferente de la luz exterior como las caras con las que uno se cruza por las calles, pero tampoco las voces ni las palabras se parecen a las que pueden oírse en un bar o en una tienda, son monocordes, civilizadas, metálicas, al cabo de media hora ya confunden sus sonidos y sus significados entre sí, en una pulpa neutra, como el rumor de los acondicionadores de aire.

«Te sentaste a mi lado en la barra de la cafetería, y no me miraste, por supuesto, estabas como ido, como si no hubiera nadie a tu alrededor y sólo existieran tu café con leche, tu vaso de zumo de naranja y tu media tostada, en ese momento eras tan parecido a todos los demás que casi dejaste de gustarme, con el traje oscuro y la chaqueta y la insignia de traductor en la solapa y esa capacidad de mirar sin encontrarse con los ojos de nadie y de tocar las cosas como con guantes de goma, actuabas igual que un belga o que un profesor norteamericano, como uno de esos europeos congelados en las oficinas del mercado común, o como algunos españoles que llevan mucho tiempo dando clases en universidades americanas, estabas sentado con la espalda rígida y la cabeza inclinada,…”

“o estuvieras dispuesta a dedicar toda tu vida a cualquier cosa que haces, a la conversación o al amor o al acto minucioso de pintarte los labios, o a escribir esos artículos y traducciones que no me dejas ver y de los que sólo parece importarte el dinero que te pagan por ellos, aunque no me lo creo, me he acostumbrado a fijarme en ti con más atención que en cualquiera de las mujeres a las que he conocido y querido y descubro que tienes la peculiar aptitud de ser lo que no pareces y de parecer lo que no eres, o de sufrir en dos minutos una transfiguración inexplicable…”

«…y mientras yo volaba hace dos horas de Bruselas a Madrid lo llevarías de la mano a la parada del autobús escolar, y ahora has vuelto a casa para terminar a toda prisa una traducción que debiste haber entregado hace días, te has sentado a la máquina, te has sujetado el pelo hacia lo alto con una cinta elástica para que no se te caiga sobre la cara mientras escribes con esa terminante rapidez que ocultas tan cuidadosamente detrás de tu aire de pereza, es imposible que te acuerdes de mí, y aunque te acuerdes el ahora mismo nos separa en dos reinos herméticos porque no sabes dónde estoy…»

«En el interior de un baúl arrinconado contra la pared de un dormitorio de Manhattan hay guardados varios miles de fotografías en blanco y negro y una Biblia traducida al español en el siglo XVI por un clérigo fugitivo y hereje, editada en Madrid en 1869, encuadernada en cuero»